Recuerdos sobre recuerdos
Todo/a improbable lector/a que se asome a estas líneas advierte la embarazosa incomodidad que sufro al intentar someterme a cánones de la lengua oral y escrita hoy exigidos por corrientes igualitaristas de géneros. También la voz “embarazosa”, en el enunciado que antecede, será tildada de sexista al adjetivar un término alusivo a una situación molesta y oprimente, bien que sin connotación despectiva. Convenciones lingüísticas de larga data se deben sustituir con feos artilugios tipográficos (barras u otros equívocos signos), hasta que el escribiente aprenda a usar un vocabulario y una sintaxis – un y una – compatibles con estos nuevos vientos de reivindicación idiomática.
Adivinarán también (él o ella) la edad del que aquí escribe apenas tropiecen con su propensión memoriosa, empeñada/ en resucitar imágenes de personas ya muertas en vez de adorar tan solo a los ídolos deportivos, televisivos o políticos vivientes. En este homenaje a Hudson incluyo a mi maestra de segundo grado de la escuela nº 1 de Quilmes, señorita Casabona, cuyo prenombre nunca supo, ya que por aquel tiempo no se usaba llamar a las docentes por el nombre de pila ni se acostumbraba a pegarles, a tajearles el guardapolvo o a rayar la pintura de sus modestos autitos… en la eventualidad de que los hayan poseído. De aquella docente/a recibí el estímulo de registrar con cuidado las percepciones que obtuviese en mi largo trayecto cotidiano entre hogar y escuela, y de anotarlas o aun dibujarlas en un cuaderno “de impresiones”, diverso de aquel donde escribía mis “deberes”. Fue ella quien mencionó que un libro de Hudson había sido traducido al castellano por un médico de Quilmes, el Dr. Fernando Pozzo y su esposa, la Profesora Celia Rodríguez – hermosa edición de Peuser que ya no encuentro en librerías. Dijo también que el propio Hudson había nacido en un rancho de ese distrito, “para el lado de Florencio Varela”, dato cuya imprecisión (y mi desconocimiento de la geografía regional) me animó a pedir a mi padre que un domingo me llevase hasta allí. Caminamos casi legua y media por el camino troncal que desde Ezpeleta iba “para ese lado”; llegamos al cruce con el Camino Calchaquí (donde vimos el edificio en el que funcionaba el laboratorio y centro de investigaciones de la estatal YPF) y – tras preguntar varias veces – averiguamos que “Los 25 ombúes” quedaba mucho más lejos, pasando el puente a la altura de la estación Bosques. Imposible llegar hasta ahí a pie; y todavía faltaba regresar a casa.
Quienes hoy quieran visitar el museo “Guillermo Enrique Hudson”, que funciona en el reconstruido rancho natal del escritor, llegarán con mayor facilidad desde la rotonda de Juan M. Gutiérrez; conviene consultar en la web para obtener datos más precisos que los que podía proporcionarme en 1942 mi querida maestra. Tampoco es seguro que yo haya atendido bien sus referencias. Pero el intento de llegar de la mano de papá resultó al fin de cuentas un productivo paseo. No se dejen seducir por la existencia de una estación “Hudson” en el ramal Quilmes-La Plata del ex Ferrocarril del Sud, ex Roca, ex ex servicio regular de trenes… ni por los coquetos “Altos de Hudson”, cerca de la Maltería (ex), que se ven al ingresar en la autopista. Mejor consulten en la página web del Museo el mejor itinerario de acceso y, sobre todo, encuentren allí una buena provisión de datos sobre el escritor más las investigaciones de quienes se han dedicado a perpetuar su memoria.
Encuentro con “Allá lejos…”
Pero no fue intención de Hudson escribir una autobiografía cuando, en la Inglaterra de 1918, se puso a redactar Allá lejos y hace tiempo. Fue bien consciente de la composición veloz aunque algo desordenada de este libro, redactado en breve lapso y con plena lucidez después de una enfermedad. Se advierten estados de ánimo de intensa felicidad y también de melancolía durante su escritura. Quizá quepa catalogarlo en un género mixto, menos próximo al de las “memorias” que al de una recreación imaginativa de episódicas e intensas experiencias de infancia y juventud. No todo se recuerda ahí “como fue”; las percepciones son diversamente rememoradas dentro de sus respectivas circunstancias de edad y entorno; la memoria suele ser infiel; los intereses y deslumbramientos de cada etapa deforman o modifican el contexto aun en los momentos más sagaces de la escritura.
Atrévome a añadir que el mismo vocablo “Autobiografía” es contradictorio en los propios conceptos que lo forman. Pocos o nadie pueden escribir o dictar la propia vida, aun la atinente al mero “bios”, hasta el instante preciso de la muerte; ahí se dejarían de registrar los sufrimientos, las esperanzas y obnubilaciones, el eventual terror, implícitos en ese combate que es la agonía. Todo trabajo autobiográfico debiera de ser subtitulado “Automoribundia”. Los dos párrafos anteriores obtienen respaldo textual en este pasaje del Chapter XII: