Una pieza teatral puede ser representada sin texto que la preceda, pero no sin los pre-textos que la sociedad y la historia le proveen en forma de lenguaje, convenciones, saberes y creencias. Aun el teatro del absurdo, ajeno en principio a los valores aceptados de la comunidad que lo tolera, contiene referencias por lo menos oblicuas a lo “normal y corriente”. Pero con libreto o sin él, el arte dramático no es Historia ni tiene por qué atenerse a la verdad histórica, suponiendo que ésta sea alguna vez íntegramente demostrable. Así expresada, esa convicción no dista mucho del dogma; pero sirve para alertar en contra de la expectativa de hallar en una obra literaria (o artística en sentido amplio) un camino fácil para “aprender” con supuesta metodología científica cualquier tema que sea: historia, sociología, psicología o la raíz cúbica de pi al cuadrado.
Esta prevención ha de acompañarnos en el disfrute de poemas, relatos, narraciones, obras de arte en general y las piezas shakespearianas en particular, ya que de una de ellas aquí se trata. Quizá sí podamos aprender en estas últimas algunos bellos usos del buen idioma inglés y un montón de ingenio conceptista excelentemente aplicado. Presentar los dos fragmentos textuales que se mencionan, conlleva una responsabilidad: la de solventar algunas presumibles reclamaciones que la extrañeza y el sentido común plantean. Aunque pretendamos haber deslindado los campos del teatro y de la historia a fin de no exigirles recíproca coincidencia, siempre se alzan las preguntas: ¿Cómo y por qué ocurrieron “de veras” los sucesos que el drama o la tragedia toman como pre-textos? Hay estudiosos de la literatura que rechazan formularse tal interrogante, ya que los desvía de su campo de investigación. A riesgo de incurrir en una desmesura inversa – y en un abuso del espacio disponible – ensayaremos unas pocas conjeturas en torno de la simple cuestión del cui prodest : ¿A quiénes perjudicaba la supervivencia de C.J. Caesar? ¿Quiénes creían beneficiarse con su muerte?