Imagen
Marlon Brando as Marc Antony in Mankiewicz’s film (1953)

  Historias que Shakespeare no     escribió

               Aquí continúa el artículo titulado Duelo de oradores en el “Globe”, que tiene como eje la tragedia shakespeariana Julius Caesar;  de ésta examina, en especial, los alegatos escénicos puestos en boca de dos personajes centrales: Marcus Brutus y Marcus Antonius (según la grafía empleada en la edición que nos es accesible). Habíamos visto que el torneo oratorio es inventado  por el autor, ya que no podemos reconstruirlo con literal fidelidad y ni siquiera sabemos si tuvo o no lugar. En esencia, gira en torno de los méritos y deméritos atribuidos al eminante general y magistrado romano Julius Caesar, que acababa de ser ultimado de 23 estocadas en el Capitolio. Más que la persona del occiso, importa a los discurseadores extraer rédito político de la situación y conseguir el favor del público oyente.

            Una pieza teatral puede ser representada sin texto que la preceda, pero no sin los pre-textos que la sociedad y la historia le proveen en forma de lenguaje, convenciones, saberes y creencias. Aun el teatro del absurdo, ajeno en principio a los valores aceptados de la comunidad que lo tolera, contiene referencias por lo menos oblicuas a lo “normal y corriente”. Pero con libreto o sin él, el arte dramático no es Historia ni tiene por qué atenerse a la verdad histórica, suponiendo que ésta sea alguna vez íntegramente demostrable. Así expresada, esa convicción no dista mucho del dogma; pero sirve para alertar  en contra de la expectativa de hallar en una obra literaria (o artística en sentido amplio) un camino fácil para “aprender” con supuesta metodología científica cualquier tema que sea: historia, sociología, psicología o la raíz cúbica de pi al cuadrado.

            Esta prevención ha de acompañarnos en el disfrute de poemas, relatos, narraciones, obras de arte en general y las piezas shakespearianas en particular, ya que de una de ellas aquí se trata. Quizá sí podamos aprender en estas últimas algunos bellos usos del buen idioma inglés y un montón de ingenio conceptista excelentemente aplicado. Presentar los dos fragmentos textuales que se mencionan, conlleva una responsabilidad: la de solventar algunas presumibles reclamaciones que la extrañeza y el sentido común plantean. Aunque pretendamos haber deslindado los campos del teatro y de la historia a fin de no exigirles recíproca coincidencia, siempre se alzan las preguntas: ¿Cómo y por qué ocurrieron “de veras” los sucesos que el drama o la tragedia toman como pre-textos? Hay estudiosos de la literatura que rechazan formularse tal interrogante, ya que los desvía de su campo de investigación. A riesgo de incurrir en una desmesura inversa – y en un abuso del espacio disponible – ensayaremos unas pocas conjeturas en torno de la simple cuestión del cui prodest : ¿A quiénes perjudicaba la supervivencia de C.J. Caesar? ¿Quiénes creían beneficiarse con su muerte?
            Antes de enunciarlas, disfrutemos de la réplica de Marco Antonio al alegato del homicida Brutus. Impresiona el corrosivo sarcasmo iterativo de ese …but Brutus is an honourable man, con la voz y la puesta actoral de M. Brando en el ya mencionado film de Mankiewicz titulado Julius Cesar
“An actor should be able to create the universe in the palm of his hand”.
(Laurence Sterne)

Et tu, Brute!?

Imagen
The Old Globe
Haya o no lanzado Cesar esa exclamación que le atribuye Shakespeare en la primera escena del tercer acto, con el uso correcto de la declinación vocativa, tal vez se encuentre ahí, en ese grito visceral, la clave que permita entender históricamente el irremediable enfrentamiento de intereses, pasiones, creencias políticas y preconceptos sociales, que desgarraba desde tiempo atrás los vínculos más sagrados entre los prohombres de la Roma republicana.

En la ficción dramática, Cassius y Casca persuaden a Brutus de que es necesario eliminar a Caesar para que no perezca la República Romana. El dictador recibe advertencias acerca de la conjura; sin embargo, con ese sesgo de genial fatalismo que lo había llevado varias veces a decisiones victoriosas, desoye los presagios y se presenta ante el Senado. Al caminar hacia el Capitolio, un noble lo interpela en busca de un favor, momento que los conjurados aprovechan para echarse sobre Caesar y ultimarlo. La agitación se apodera de senadores y pueblo presentes; Brutus trata de aplacarlos con el discurso antes transcripto. Marco Antonio, partidario de Caesar, obtiene la autorización de pronunciar una oración fúnebre que poco a poco se transforma en arenga vindicativa que engendra una insurrección popular. Entre los adictos a César (Antonio, Octavio y Lépido) se establece un pacto político que restablece el orden y actúa militarmente contra las fuerzas de Cassius y Brutus, quienes son derrotados en los campos aledaños a Philippi, en Macedonia (año 42 a.C.). Una falsa suposición del primero lo lleva a arrojarse sobre su espada; al saber la muerte de su amigo, Brutus también se mata.

Brutus, tratado por Cesar como un hijo, sofoca en su discurso el amor que le profesa y justifica su alzamiento con argumentos idealistas: la libertad política, las instituciones tradicionales, la ya desvanecida constitución que según Polibio había equilibrado a las clases y mixturado sabiamente las formas de gobierno; necesita añadir a ello, para autojustificarse, el argumento moral: atribuye un exceso de ambición al militar victorioso que pretende erigirse en rey. Hemos leído la perorata de Brutus en el artículo que antecede al presente; atendamos ahora a la sagaz e irónica oratoria de su rival Marcus Antonius.
ANTONY.   (to the people around)
Friends, Romans, countrymen, lend me your ears;
I come to bury Caesar, not to praise him.
The evil that men do lives after them;
The good is oft interred with their bones:
So let it be with Caesar. The noble Brutus
Hath told you Caesar was ambitious:
If it were so, it was a grievous fault;
And grievously hath Caesar answer'd it.
Here, under leave of Brutus and the rest,--
For Brutus is an honourable man;
So are they all, all honorable men,--
Come I to speak in Caesar's funeral.
He was my friend, faithful and just to me:
But Brutus says he was ambitious;
And Brutus is an honourable man.
He hath brought many captives home to Rome,
Whose ransoms did the general coffers fill:
Did this in Caesar seem ambitious?
When that the poor have cried, Caesar hath wept:
Ambition should be made of sterner stuff:
Yet Brutus says he was ambitious;
And Brutus is an honourable man.
You all did see that on the Lupercal
I thrice presented him a kingly crown,
Which he did thrice refuse: was this ambition?
Yet Brutus says he was ambitious;
And, sure, he is an honourable man.
I speak not to disprove what Brutus spoke,
But here I am to speak what I do know.
You all did love him once,--not without cause:
What cause withholds you, then, to mourn for him?--
O judgment, thou art fled to brutish beasts,
And men have lost their reason!--Bear with me;
My heart is in the coffin there with Caesar,
And I must pause till it come back to me. (…)

…But yesterday the word of Caesar might
Have stood against the world: now lies he there,
And none so poor to do him reverence.
O masters, if I were disposed to stir
Your hearts and minds to mutiny and rage,
I should do Brutus wrong and Cassius wrong,
Who, you all know, are honourable men:
I will not do them wrong; I rather choose
To wrong the dead, to wrong myself, and you,
Than I will wrong such honourable men.
But here's a parchment with the seal of Caesar,--
I found it in his closet,--'tis his will:
Let but the commons hear this testament,--
Which, pardon me, I do not mean to read,--
And they would go and kiss dead Caesar's wounds,
And dip their napkins in his sacred blood;
Yea, beg a hair of him for memory,
And, dying, mention it within their wills,
Bequeathing it as a rich legacy
Unto their issue.-


FOURTH CITIZEN. 
We'll hear the will: read it, Mark Antony.


CITIZENS. 
The will, the will! We will hear Caesar's will.


ANTONY. 
Have patience, gentle friends, I must not read it; 
It is not meet you know how Caesar loved you. 
You are not wood, you are not stones, but men; 
And, being men, hearing the will of Caesar, 
It will inflame you, it will make you mad. 
'Tis good you know not that you are his heirs; 
For if you should, O, what would come of it!  (…)…If you have tears, prepare to shed them now. 
You all do know this mantle: I remember 
The first time ever Caesar put it on; 
'Twas on a Summer's evening, in his tent, 
That day he overcame the Nervii. 
Look, in this place ran Cassius' dagger through: 
See what a rent the envious Casca made: 
Through this the well-beloved Brutus stabb'd;  

And as he pluck'd his cursed steel away,
Mark how the blood of Caesar follow'd it,--
As rushing out of doors, to be resolved
If Brutus so unkindly knock'd, or no;
For Brutus, as you know, was Caesar's angel:
Judge, O you gods, how dearly Caesar loved him!
This was the most unkindest cut of all;
For when the noble Caesar saw him stab,
Ingratitude, more strong than traitors' arms,
Quite vanquish'd him: then burst his mighty heart;
And, in his mantle muffling up his face,
Even at the base of Pompey's statua,
Which all the while ran blood, great Caesar fell.
O, what a fall was there, my countrymen!
Then I, and you, and all of us fell down,
Whilst bloody treason flourish'd over us.
O, now you weep; and, I perceive, you feel
The dint of pity: these are gracious drops.
Kind souls, what, weep you when you but behold
Our Caesar's vesture wounded? Look you here,
Here is himself, marr'd, as you see, with traitors. (…)

…Good friends, sweet friends, let me not stir you up
To such a sudden flood of mutiny.
They that have done this deed are honourable:
What private griefs they have, alas, I know not,
That made them do it; they're wise and honourable,
And will, no doubt, with reasons answer you.
I come not, friends, to steal away your hearts:
I am no orator, as Brutus is;
But, as you know me all, a plain blunt man,
That love my friend; and that they know full well
That gave me public leave to speak of him:
For I have neither wit, nor words, nor worth,
Action, nor utterance, nor the power of speech,
To stir men's blood: I only speak right on;
I tell you that which you yourselves do know;
Show you sweet Caesar's wounds, poor dumb mouths,
And bid them speak for me: but were I Brutus,
And Brutus Antony, there were an Antony
Would ruffle up your spirits, and put a tongue
In every wound of Caesar, that should move
The stones of Rome to rise and mutiny.  (…)

/// Here is the will, and under Caesar's seal.
To every Roman citizen he gives,
To every several man, seventy-five drachmas. (…)

…Moreover, he hath left you all his walks,
His private arbors, and new-planted orchards,
On this side Tiber: he hath left them you,
And to your heirs forever; common pleasures,
To walk abroad, and recreate yourselves.
Here was a Caesar! when comes such another?


FIRST CITIZEN.
Never, never.--Come, away, away!
We'll burn his body in the holy place,
And with the brands fire the traitors' houses.
Take up the body.


SECOND CITIZEN.
Go, fetch fire.


THIRD CITIZEN.
Pluck down benches.


FOURTH CITIZEN.
Pluck down forms, windows, any thing.


[Exeunt Citizens, with the body.]

ANTONY.
Now let it work.--Mischief, thou art afoot,
Take thou what course thou wilt!--


Otros pasajes de intenso y austero sabor dramático lucen en esta tragedia. Siempre es recomendable leerla en el original. La sola transcripción de estos dos discursos hace justicia a su vigor estilístico. También me inclino por la opinión – nada unánime – que otorga a Brutus y Cassius las palmas de los roles protagónicos en esta pieza, por encima de las que en la “vera Historia” mereció el gran romano nombrado en el título de aquélla.-

            Toda citación literaria es infiel e insuficiente, empezando por la aquí ensayada. Ésta responde a objetivos de divulgación y exhorta a disfrutar diminutos fragmentos de un clásico inglés en la Mar del Plata del siglo 21. Aun si tuviésemos acceso a todo el corpus de la escritura shakespeariana, faltaría añadir sus exhaustivas depuraciones e interpretaciones. Y al tratarse de una pieza escrita para ser representada en un teatro, mejor que leída, sus “interpretaciones” han ido proliferando hasta hacerse inabarcables. Las críticas le han caído encima desde diversos espacios culturales: el escénico, el literario, el de la erudición histórica y otros. El J. Caesar pareció a muchos asaz extenso, cuando no irrepresentable por la diversidad de escenarios que ponía en juego; otros le achacaron falta de coherencia en el planteo político o en la inequívoca mostración de su “principal personaje”. Esas “carencias” se transformaban en virtudes cuando cambiaban las preferencias sobre el arte dramático y las concepciones más recientes acerca del espectáculo público en general.

            Habida cuenta de tantas opiniones encontradas, no sería válido pretender que el Julius Caesar de Shakespeare contuviese, de forma expresa, las explicaciones sugeridas por la posición pública de su autor respecto de las monarquías Tudor y Stuart. Menos todavía, que la tragedia así titulada se atuviera a rigorismos históricos que las convenciones del género “teatro” nunca exigieron, ni el estado de la ciencia histórica justificaba.

            Queden aclaradas dichas premisas para satisfacción de lectores noveles de dramas shakespearianos, cuando sus propias indagaciones y la convicción de los enseñantes les demuestren que el genio de Stratford-upon-Avon realizó mucho más (en el sentido del verbo inglés to realize) que re-citar mansamente un compendio escolar de historia antigua. Gustaba de las historias, antiguas y las de su tiempo, pero no era un erudito roedor de bibliotecas.-

Somera reseña de la historia de Roma, en cuanto atañe al destino de Caio Julio César

Entre los escritos atribuidos a Shakespeare figuran varios dramas históricos cuyos protagonistas fueron reyes ingleses. Obtuvieron el tratamiento literario y escénico adecuado a su índole teatral. Los usos y conveniencias de esa arte se impusieron también sobre la estricta verdad histórica, sin tergiversarla en exceso, cuando presentó sus héroes antiguos a los entusiastas espectadores londinenses. Aunque en las filas de lectores y público hubiese allí algunas personas cultas, formadas en el estudio de los clásicos latinos que igualmente el autor conocía, el bardo de Avon no parece haber temido pasar por ignorante si omitía trasladar con rigor científico, al papel o a la escena, los contextos explicativos que pudiese aportar una historiografía harto incierta. No era esto último su cometido.

No obstante ello, dichas propuestas dramáticas no quedaban sin efectos en la ulterior actitud de algunos curiosos o interesados, como suponemos ocurre hoy en mayor medida con quienes examinen de cerca tan geniales obras. Para los  inmersos en esa inquietud, y tanteando casi a ciegas en un campo que nos es ajeno, añádense a lo antedicho unas breves historias que con plena conciencia Shakespeare no escribió.

Unos ocho siglos antes de que Jesús de Galilea comenzase a predicar su doctrina en tierras hoy denominadas Middle East (quizá fuese más correcto decir Near East), pequeños grupos de pobladores latinos y samnitas de la península itálica se encaramaban a colinas cercanas a un vado y recodo del río Tiber. Lucharon desde allí contra sus vecinos, establecieron entre ellos una alianza y un monarca común, debieron aceptar la hegemonía de los etruscos y el rey que éstos les impusieron; continuaron guerreando contra otras tribus, se sacaron de encima la dominación etrusca, se expandieron victoriosos por toda Italia desde la llanura del Po hasta el estrecho de Messina. Todo ello no ocurrió sin sacrificios y disensiones internas entre patricios (familias poderosas, dueñas de la tierra y de las prerrogativas políticas y civiles) y plebeyos que poco a poco iban imponiendo, con su resistencia y la protección de sus tribunos, el reconocimiento de sus intereses.

            La expansión territorial de esa Commonwealth conocida como Roma o con las siglas SPQR que ostentaban los estandartes de sus temidas legiones, incrementó los disensos sociales al acumularse mucha tierra conquistada en manos de la clase dirigente, mientras los arrendatarios y labradores  perecían en los combates o veían disminuir su importancia numérica relativa frente a la de extranjeros y esclavos. Sólo ciudadanos romanos integraban al principio los ejércitos. Cuando la codicia de botín en largas campañas militares o el cultivo de la tierra en los escasos intervalos de paz los mantenía alejados de la Urbs capital, se veían también privados de intervenir en los comicia o asambleas que elegían tribunos de la plebe u otros magistrados.

          Desde que la oportunidad estratégica y económicamente apetecible de conquistar Sicilia se hizo imperiosa, el choque bélico de Roma con la potencia fenicia de Cartago era inevitable. Desde el año 264 hasta el 202 a.C. las dos rivales se enfrentaron en el Mediterráneo, en Hispania y en la propia Italia. (Eludiendo las dataciones romanas, seguimos el extendido uso de la bibliografía occidental al referir al año uno del calendario, hacia atrás como hacia adelante, las fechas de sucesos acaecidos mucho antes del supuesto nacimiento de Cristo).

Tras el agotador triunfo sobre el enemigo cartaginés se acentuaron las distorsiones emanadas de esa nueva expansión.

           La clase dirigente de Roma pretendía continuar regenteando lo ya conquistado y lo que se ganase en lo sucesivo, con medios materiales, técnicos, jurídicos y administrativos que apenas si venían sirviendo para las acotadas condiciones de un municipio o ciudad-estado, aunque blasonara de ser la cabeza del mundo. Los estamentos senatoriales, si bien ampliados con elementos provenientes de una estructura social en transformación, seguían apropiándose de la mejor tierra cultivable y de los esclavos obtenidos en las conquistas. Pequeños propietarios que suministraban el mayor número de hombres a las legiones, abandonaban los campos en manos de sus mujeres, hijos y sirvientes, mientras los combatientes morían o quedaban mutilados.

      Una nueva horneada socioeconómica, los equites, se dedicaba a la especulación comercial y a la exacción tributaria de los productores medianos, facultad publicana que les era conferida por la ley y originaba cuantiosas fortunas. Los campesinos arruinados, los sobrevivientes incapaces de trabajar, los esclavos fugitivos, los extranjeros indigentes, engrosaban las masas de la plebe urbana habituada a exigir dádivas, alimentos y diversión gratuitos. De esta plebe surgían grupos que amedrentaban a los transeúntes o se alquilaban como escoltas de magistrados y magnates, propensas a proseguir querellas que sus amos eventualmente interrumpían.

             A raíz de esta expansión romana en el mar Mediterráneo y sus adyacencias, el Senado reorganiza sus posesiones itálicas clasificándolas en “aliados, sometidos y municipios semiautónomos”, diferenciados en cuanto al tratamiento político y tributario que recibían. Los demás territorios conquistados  fueron divididos en “provincias” (provinciae), concepto nada halagüeño ya que significaba “áreas de dominación política y administrativa en regiones vencidas por el poder militar romano” (Hispania, Gallia, Germania, Raetia, Dacia, Syria etc.)

         El procónsul, propretor u otro enviado que recibía del Senado el gobierno de una provincia, obtenía sobre ella poderes casi omnímodos, además del mando militar exclusivo en su área. Incluídas las arbitrariedades inherentes a un invasor victorioso, la provincia quedaba bajo el arbitrio irrestricto de los gobernadores que se iban alternando y enriqueciendo apresuradamente en esa función. Aun las ciudades o territorios que no hubiesen resistido al conquistador, quedaban sometidos a éste por un “tratado” o  foedus que no protegía a los sojuzgados contra el pago de onerosos tributos, cuya recaudación era conferida a exactores particulares de la clase de los equites, exacciones o confiscaciones que no era posible cuestionar a través de representantes legítimos de las regiones esquilmadas.

             En Roma misma, cuyos ciudadanos regían el mundo con las anticuadas estructuras de una “ciudad-estado”, las pujas políticas entre miembros del patriciado decadente encontraban expresión en duros enfrentamientos oratorios que se libraban en el Senado, o bien en luchas armadas entre facciones antagónicas. Nuevos optimates, enriquecidos por el comercio, el préstamo usurario, la “venta” de sufragios o el oficio de publicanos, acumulaban riquezas, favorecían la corrupción política y privada, e ingresaban también a la “carrera de los honores”.

         Los “comicios” de diversa índole, bases del aspecto democrático de la constitución idealizada por el griego Polibio, eran manejados en beneficio propio por los notables, algunos de los cuales hasta eran elegidos como tribunos de la plebe a la que decían defender. El Senado y los aristócratas que a él se iban incorporando después de recorrer un cursus o escalafón en otras magistraturas eran, “junto al pueblo”, la expresión colectiva del sistema político republicano sintetizado en las siglas SPQR. Su base económica estaba dada por las tierras cultivables, las minas de metales duros o codiciables, la posesión de esclavos y de otros recursos. Pero el “instrumento de producción” por excelencia seguía estando en los ejércitos, mientras se mostrasen proclives a nuevas conquistas. El desarrollo de la técnica y los modelos productivos mostraban un agudo contraste con los requisitos de una vasta administración imperial que la República era impotente para asegurar.

          Ciertos miembros de la clase dominante, como los Gracos, al avizorar el siniestro futuro que para ellos mismos albergaba dicho sistema, procuraron enmendarlo mediante redistribuciones de tierras. Sus inspiradores fueron masacrados por miembros de su propia extracción social, directamente o a través de sicarios  (años 133 a 121 a.C.).

             Mario, enviado a reprimir a cimbrios, teutones y numidios  alzados contra el poder de Roma, tuvo que encarar una reforma militar. Hasta entonces se alistaba a ciudadanos que pudiesen pagar su propio equipamiento; desde el 106 fueron reclutados también los “proletarios”, ciudadanos libres que nada poseían excepto su prole. Ello significó que los legionarios con bienes propios, confiados en enriquecerse en las rapiñas y la apropiación de tierras cultivables, eran reemplazados en parte con tropas asalariadas que endiosaban a sus jefes y continuaban al servicio de éstos cuando volvían de las campañas. He aquí el germen de los “ejércitos privados” y de las guardias pretorianas permanentes, condiciones óptimas para el florecimiento de las luchas civiles.

Caius Iulius Caesar:
a escena! 

                A la reforma de Marius se oponen aristócratas nucleados en torno de Sylla (Sila), con lo que quedan delineadas las nuevas rivalidades políticas en esa turbulenta república imperial. Y ya no se recortan según castas o linajes, sino por ambiciones de poder y dominación, y a veces por afinidades o repulsas de índole conceptual.  Caius Ivlivs Caesar, nacido en ese clima en el 100 a.C., de linaje nobiliario, descendiente de una diosa, y de familia encumbrada, se inclina por el bando reformador (llamado a veces “democrático”) y pierde algunas de las dignidades que había alcanzado. Alejado de Roma, aprende las artes marciales en los campamentos romanos de Oriente; cae en poder de piratas que exigen rescate por su vida, y apenas recupera la libertad  persigue a sus captores y los hace colgar. Abdicado Sila de sus funciones estatales, Cesar regresa a Roma tras tres años de ausencia. Es elegido para algunos cargos públicos. Pronuncia en el foro elogios a antiguos jefes “populares” como Marius y Cinna, inicia su táctica política de nuevo cuño al construir por peldaños el ascenso a un liderazgo que lo encumbre por encima del poder conjunto de oligarcas y plebeyos. Algún historiador moderno podría calificar ese plan como “bonapartismo en cierne”. Más correcto sería el término directamente alusivo a su ilustre precursor: “cesarismo”.
  
                Lugarteniente en Hispania, regresa a Roma para tomar parte en una conspiración contra el Senado, y luego en otra conocida como ”la conjura de Catilina”, enderezada a derrocar el régimen oligárquico y que fracasa. Incide aquí la animadversión recíproca con Cicerón. Sin embargo, desde el cargo de edil pasa al de pontifex maximus, magistratura normal cuya importancia deriva de lo pendientes que estaban los romanos de los favores o disfavores divinos. La inviolabilidad del cargo no protegió a su portador, empeñado en acometer reformas políticas y administrativas que perjudicarían a la nobleza más conservadora.

                Nombrado propretor en Hispania, perfecciona allí su adiestramiento castrense e incrementa sus conocimientos acerca de hombres (bárbaros y romanos), armas y estrategias. Investido con cargos y honores excepcionales al regreso de victorias ganadas por su genio militar, Caesar pone en juego los poderes de dictador perpetuo que le son conferidos y que prefiguran la reunión, en una sola persona, de las principales magistraturas republicanas. Emprende reformas urbanas, administrativas, sociales, culturales, que sería largo  enumerar y amenazaban – de perpetuarse – la supremacía de la antigua clase dominante, que logró eliminarlo por manos de Cassius, Brutus y los demás conjurados de los idus de marzo del año 44 a.C., so pretexto de salvar las Libertades republicanas.- Octavio César, después de vencer al bando senatorial, recoge el legado político de Julio César e instaura un brillante principado que después será conocido como “el Siglo de Augusto”.-



Leave a Reply.