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Hola, atareado Bloguero! – Algo sabíamos de su búsqueda de datos sobre el teatro marplatense durante la franja (ya casi inmemorial) que se estira entre 1962 y 1976. Quienes pretendimos ayudarlo en ese rastreo volvimos con manos casi vacías. No aparecían los testigos veraces ni la documentación que sin embargo en algún repositorio o trastienda podría haber quedado. Retazos de recuerdos hablan de las primeras funciones cumplidas tras la demorada construcción del Teatro Diagonal, en nuestra Diagonal de los Tilos. Después de tediosas asambleas de socios y administradores de la vieja Casa del Pueblo (luego denominada Biblioteca Popular Juventud Moderna) fue imperioso relanzar el solar que hace esquina con Bolívar hacia una venta casi in extremis, en un proyecto de inversión inmobiliaria visto por algunos como traición a rancios ideales.


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Algunos militantes asociados a ese refugio de luchas e ideas, entre quienes no dejamos en el olvido a Héctor Woollands ni a Rubén García, aportaron en forma anónima buena parte de sus ahorros para contribuir a enjugar las deudas de aquel emprendimiento, que por entonces parecía “colosal”. Y lo era aun desde la perspectiva del financista que diseñó la operación transformadora de esa esquina en un edificio de propiedad horizontal,  su anexo de teatro lindero y la nueva Biblioteca con pasillo  de ingreso independiente.


La infiel memoria relata que en aquellos años, quizás hacia 1971, comenzaron los ensayos exigidos por el buen director marplatense Eliseo Domingo Agüero para montar sobre el escenario del Diagonal una obra de teatro que lo tenía fascinado y a todos nos cautivó. Se trataba de Nuestro pueblo – Our Town – de Thornton Wilder.  Parecía la más humilde e intrascendente comedia yanqui, aunque cada noche, en algún lugar de los Estados Unidos, (¿o del mundo?), tiene lugar una función no teatralizada de Our Town. Estrenada en 1938, deja de lado la versión realista, documentalista o cómica del teatro norteamericano para elaborar una imagen que ensambla  el  drama clásico con toques de realismo mágico. Crónica de una comunidad semirrural (Grover’s Corner) y sus habitantes, es una sublimación de la vida corriente transida de piedad por la existencia de esos sencillos aunque esperanzados pobladores. Un Traspunte que oficia de presentador, comentarista, narrador y enjuiciador, asume a la vez algunos roles en la pieza. Diluye las nociones normales de espacio y tiempo mediante una extrema simplificación escénica. No hay telón ni decoración, tampoco paredes ni compartimientos estancos que obstruyan la vista global hacia el interior de hogares, talleres e iglesia. Los espectadores que van llegando a la sala se encuentran con un escenario casi vacío y escasamente iluminado. Las vidas actuadas de esos 22 personajes equivalen al transcurso real de 17 años. En apariencia no ocurre nada en ese “idílico pueblo”, aunque el dramaturgo nos hace percibir y adivinar las tensiones y conflictos que subyacen tras lo visible. A medida que el drama se desarrolla, se desdibuja la apariencia de tarjeta navideña que escenario y personajes tenían al principio. No obstante, la marcha hacia el demorado  desenlace no pasa por experiencias trágicas que el fondo optimista de Wilder rehuye.

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Señor Bloguero: Querríamos que estas infirmes aserciones llegasen a conocimiento del apreciado Domingo Agüero para que las revise, corrija, complemente, y sobre todo para que estas líneas le lleven la certeza de nuestra emocionada admiración, la de entonces y la de ahora. Y nos desmienta si mal recordamos que en el elenco o “reparto” de los roles se destacaron Nelly Barrenechea, Armando Capó, Tanya Barbieri y el propio Héctor Woollands.


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Sin embargo, aquella temporada de puestas y representaciones de Nuestro pueblo en la sala del Diagonal marplatense no agotó su perennidad ideal con la última “bajada del telón”…, pues telón no había, ni decorados, ni bambalinas, apenas quizá unas sillas y una mesa. Pero eso sí: las viviendas del pueblo estaban sugeridas por el módico ensamble de unos listones de madera, sin paredes, sin techos, sin puertas. Daban el aspecto que aun hoy adquieren nuestras playas cuando, al comenzar el otoño, los carperos retiran las lonas y las sillas de los balnearios, y quedan las armazones de las tiendas vacías y huecas como esqueletos, casi negando que dos semanas antes hubiesen resguardado a los bañistas del viento y de miradas indiscretas. Pero en la escenografía de Our Town ya estaba prevista por el propio autor, y realzada por el director teatral, la absoluta intrusión de las miradas hacia el interior de las viviendas y de las almas.

Por una muy elemental asociación, casi refleja, de percepciones y recuerdos, aquella imagen de Nuestro pueblo dio un ágil salto hasta el siglo XXI cuando un talentoso autor de cine de este tiempo emplea esos mismos procedimientos en el film Dogville, de 2003.  Claro que en los diálogos y escenas de esta película ya no vivimos el clima casi idílico que campea en la pieza teatral de Wilder. Ahora, la rusticidad y la suspicacia de los aldeanos se expresan en la hipócrita aceptación con que reciben a la frágil protagonista, la encubren y luego  se las ingenian para denigrarla y explotarla en situaciones de sórdida tensión, como si intuyeran el aura ambigua de pureza y culpabilidad que la envuelve. Solamente un lejano parentesco visual pudo haber asociado en nuestra mente dos densidades artísticas tan diversas como las aquí mencionadas. No la intensa simbología que atraviesa situaciones y enunciados lingüísticos de un film nos condujo, don Bloguero,  a acercar este del año 2003 a la página donde usted anota sus evasivas memorias. La semejanza casi solo formal  de Dogville  con Our Town dio la señal para la cabriola al pasado ensayada desde el inicio de esta nota. Apenas repuestos de la sorpresa dada por una similitud asaz superficial entre ambas creaciones, era inevitable que el comando sugestivo de la segunda se impusiera. Cierto es que el imán del teatro continúa atrapando a multitudes sobre los eriales del arte; pero la fuerza sugestiva que el cine ha puesto en manos de Lars von Trier lo acerca a la plenitud de un demiurgo, capaz de plasmar situaciones colectivas crispadas en una amalgama de ternura y horror, con recursos reproductivos que el instrumento teatral  no habilita.


La diferencia en el tratamiento de una atmósfera de aldea rural norteamericana, en torno de los años de 1930, patentiza la disparidad de los enfoques técnicos y discursivos utilizables por uno y otro medio. En Dogville,  el pueblo como colectivo esquematizado sirve como herramienta crítica para representar la sociedad norteamericana. Ayudándose del instrumento de la doble moral, inflexible y rígida, somete a las víctimas, castiga a los débiles y ensalza a los fuertes. La sociedad se escande en una serie de normas de comportamiento, preceptos que ocultan las vías de escape de esa represión, elidiendo la verdad y utilizando artilugios expiatorios. SiOur Town ofrecía su transparencia a espectadores que veían el pueblo con una perspectiva lateral, en pie de igualdad escénica o desde un plano “inferior oblicuo”, enDogville prevalece el ojo de una “lente cenital”, adueñado como un dios de esos destinos perrunos a los que alguna vez terminará destruyendo, quizá porque allí nadie posee la entereza de cumplir el rol que la comunidad le encomienda. No esperemos de ello un The End  esplendoroso. Pero admitamos que “… La estremecedora radiografía de la crueldad y la rastrería humanas que se hace en esta película, por mucho que quede empañada por la sensación de irrealidad y absurdez que otorga su peculiar modo de realización, sigue siendo intachable e innegable incluso para el más bellota y obtuso de los seres humanos. Eso es así, y ni odiando a muerte a Lars von Trier se puede negar” [http://www.cinecutre.com/movie-review/dogville-2003/]. Como es certera la conclusión de la protagonista Grace,“Hay cosas que debe hacer uno mismo”.

Lejos de sellar con ello un juicio negativo para el film, resaltamos nuestro aplauso a la creatividad de su director y al audaz logro artístico de quien manejó las cámaras. No han de escatimarse elogios al desempeño actoral del reparto, en cuya lista sobresale con méritos propios Nicole Kidman, agigantada como actriz en comparación con su labor de pocos años atrás en Eyes Wide Shut. Tampoco se trata de reinventar para este sitio consideraciones de fondo y forma que analistas del oficio ya han prodigado en inteligentes ensayos, accesibles en la web. 
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Permítanos usted sin embargo, señor Bloguero, en reverencia a su declamada ideología liberal, disentir con alguna opinión que circula acerca de supuestas superioridades culturales europeas que otorgarían a intelectuales de allí (p.ej. a Lars von Trier) el privilegio de arrojar arena barrosa del Báltico sobre miles de pequeños pueblos estadounidenses, so pretexto de la inmoralidad reinante en éstos. Y después, hacerse aplaudir y premiar sobre alfombras rojas en U.S.A.- Tal actitud nos queda también muy al talle en nuestra Argentina, donde en el amplio espectro que va del ultranacionalismo al más zurdo extremismo, fácilmente tropezamos con críticas del siguiente tenor:


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“…La perversión, como expresión cultural de Norteamérica, queda evidenciada en la actitud que tiene Chuck cuando se dispone a violar a Grace. El personaje exige respeto y veneración por haber dado “acogida” a la “extraña”. Quien entrega seguridad es el primero en quebrar el don. El doble mensaje se aloja en el seno de una veneración androcéntrica, de culto a la figura paterna, que instala la domesticidad, la vida privada, en el centro del campo público. La moral privada es la que, en último término, rige las costumbres y actividades de la polis . La experiencia histórica de Norteamérica, en torno a sus prácticas esclavistas, etnocidas, xenofóbicas e intolerantes, ya sea, frente a la población afroamericana, inmigrantes europeos, latinoamericanos, minorías sexuales, etc., son evidencia de aquella pauta o ethos cultural que ahí se evidencia. El actual acontecer, respecto a las intervenciones militares de los últimos cincuenta años en distintos escenarios internacionales, apuntaría en aquel mismo sentido: la moral propia de un estado tiende a ser impuesto a otros, de manera violenta, soberbia y completamente justificada por el estilo de vida “americano”.

No hace juego con nuestras simplificadas ideas adjudicar a “von” Trier adhesión al holocausto por haber filmado Dogville y reconocido su admiración por el “personaje Hitler”, sólo porque al noruego Anders Behring Breivik, asesino de 77 personas, se le ocurriera declarar que Dogville es una de sus pelis favoritas. 

Mar del Plata, homenaje al Teatro Diagonal, diciembre de 2013  –  Carlos Haller


Video en castellano

Video en inglés

http://vimeo.com/34822845




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